—¿No nos dices nada?—digo enmarcando la barriga con los brazos.
—Feliz 38 semanas, cielito.
Cómo cada domingo salimos a desayunar. El sol inunda el coche en cuanto salimos del garaje. Cada vez queda menos tiempo para que todo cambie.
—A veces me da miedo que dejemos de ser solo nosotros dos…—digo alguna vez.
Él siempre me acaricia y me calma los temores. En las últimas semanas siento una felicidad pletórica, estoy expectante, ansiosa.
Queremos capturar cada instante. Me hace fotos como le pedí: «todo el mundo dice que las madres nunca tienen fotos con sus hijos». El calor es insoportable, apuramos los cafés.
—¿Vamos a la piscina?
Asiento. De vuelta al coche hace la pregunta.
—¿Se ha movido ya Cloclo?—dices distraído.
—Mmm…no.—contesto pensativa. Me sacudo la barriga.—¡Despierta, gordi!
—Avísame cuando se mueva.—siempre se asusta, pero disimula para que yo no lo note.
—Ahora tomo algo dulce, estará dormida.
Un refresco. Nos metemos al agua. Hablamos del futuro. Empiezo a ponerme nerviosa. Preocupación. No se mueve. Va a por un trozo de chocolate. «Túmbate del lado izquierdo» me dice. Se queda de pie a mi lado, tapándome el sol con su cuerpo.
—¿Qué hacéis, chiquirritines?—dice mi madrastra mientras se acerca a nosotros.
—Pues a ver si Chloe se mueve, que no la noto desde anoche.
—Estará dormida, ¿no?
—Imagino, pero por si acaso ir al médico si no…
Le cambia el rostro. «Voy a la silla, ahora me avisáis». La piel me arde. Te llaman: malas noticias. «Tengo que ir al tanatorio».
—Voy contigo.
Nos acercamos a dónde está Mayi. Le contamos lo que sucede.
—¿Por qué no vais primero al médico por si acaso y luego ya vais al tanatorio?
Nos miramos, asentimos. Empieza a generarse una atmósfera densa entre nosotros.
—¿Queréis que os acompañe?
“Vale” musito. Tranquilizo a mi padre con una sonrisa algo impostada, “no es nada, pero vamos por si acaso”.
“¿Y si es algo?” Se repite en mi cabeza de camino al hospital. Los tres miramos impacientes como los minutos se van restando en el navegador.
Avanzamos por el largo pasillo. Hay otra pareja esperando. Nos colocamos a su lado. Él me cede el asiento. Ella lleva un vestido rosa, se acaricia la barriga.
—¿Estás de parto también?—me pregunta con la voz temblorosa.
—No…—se me corta la voz.—Es que hace unas horas que no la siento y hemos venido por si acaso…—se me saltan las lágrimas.
No contesta. Por suerte tiene la inocencia de no saber que puede significar esto.
—¿Tú si?
—He roto aguas hace un rato.—me dice.—¿Es niño?
—No, niña. ¿El tuyo niño?
Asiente. Llega un celador, nos dice que le sigamos. Vamos todos en procesión: nosotras delante, bamboleándonos con la barriga de las últimas semanas. En el ascensor nadie habla. Nos llaman a nosotros primero.
—Suerte.—le digo cuando paso junto a ella.
Nos sentamos. Hay cuatro sanitarias. Me hacen preguntas. Les damos la carpeta del embarazo que llevamos siempre en el coche.
—¿Cuando la sentiste, Lydia?
—Anoche, sobre las 23:00, tenía hipo.
Me llevan a la camilla, corren una cortina, Javi se queda detrás. El miedo empieza a hacerme cosquillas en la planta de las manos y los pies. Siento el estómago frío. Miro hacia el techo conteniendo las lágrimas. ¿Por qué no dicen nada? Miran el ecógrafo dos doctoras, una más joven, otra un poco menos. Suavemente quita a la otra y se concentra más. Se desliza por toda la barriga. El silencio pesa cada vez más. Y más. Y más. Hasta que explota.
Veo a través de la ventana el tintineo de una lavadora que acaba de terminar. Me incorporo y me siento apoyando la espalda en el cabecero de la cama. El dolor me oprime el pecho, me falta el aire. Me levanto, el reflejo que me devuelve el espejo me encoge el estómago. Tengo los ojos enrojecidos, los labios hinchados y secos. Me acaricio el estómago. Vuelvo a la cama, al tumbarme siento como se me clava el culo de Chloe en la tripa. Empiezo a llorar, primero sin lágrimas, parece al alarido de un animal. Javi se despierta y me atrae hacia él. Me besa la cabeza, acompaña mi llanto silenciosamente.
—No me puedo creer que mañana vaya a dar a luz a nuestro bebé sin vida…—susurro con la nariz congestionada.
—Ni yo, mi cielito, ni yo. Intenta dormir.
Respiro pegada a su pecho, atraigo sus pelos con mis inspiraciones, me hacen cosquillas. Me tumbo hacia un lado, hacia el otro. Empiezo a llorar. Me acaricia la espalda. Siento un pinchazo intenso en la cabeza, voy a al congelador, me pongo una bolsa fría en la frente. Me duermo. Desbloqueo el móvil. Han pasado dos horas, empieza a clarear fuera. Me arremeto contra Javi para que me guarde entre sus brazos. En tres horas tenemos que estar en el hospital.
—Me duele el corazón, bebé.
Nos duchamos los tres juntos por última vez. Nos lavamos el pelo el uno al otro y el agua arrastra con ella nuestras lágrimas.
—¿Puedo…?—dice la matrona.
Asiento, sonrío levemente. «No me haces daño, de verdad» le digo cuando me pregunta.
—Vamos a poner otra pastilla, ¿vale?
«Vale». Javi me agarra la mano, me mira preocupado. Descruzo las piernas y las estiro. «Ponlas en forma de ranita» me han dicho antes.
—¿Tienes alguna pregunta, Lydia?—dice Laura.
Posa su mano en mi pierna. «Ahora mismo no», digo alzando los ojos.
Nos quedamos solos. Me tumbo de lado abrazando el cojín de lactancia. Levanto el hombro para sacar la trenza que se me ha quedado pillada.
—¿Quieres agüita?—me pregunta Javi.
Está sentado a mi lado en una silla. Niego con la cabeza. «Voy a ver si puedo dormir un rato». Entran mi padre, mi madrastra y mi madre a la habitación.
—Todavía tengo el cuello del útero muy largo…—
—Le han puesto más medicación.—dice Javi.
«Vamos a por comida» dicen. «Quiero un sándwich de queso», pido. Mi antojo recurrente en el embarazo. «¿Pero puedes comer?». Asiento. Vuelve Laura.
—Lydia, por si acaso mejor no vamos a darte comida…
Duermo un rato. Llegan los padres de Javi. Todos nos miran. Hablamos de otras cosas, nos reímos. Por un momento parece que no estamos aquí. La habitación se va quedando en penumbra. Laura se despide, termina su turno, se presenta la nueva matrona. Es pequeña, tiene la piel bronceada y sus ojos azules brillan por encima de la mascarilla.
«Hola, Lydia. Me llamo Paula, ella es María. Vamos a estar contigo hoy por la noche» me dice. Sonrío.
—Me han dicho que está tu pareja aquí.
—Si, ha ido a cenar.
—Vale, pues luego me presento.
Cierro los ojos. Me tumbo de lado. Oigo susurros y la puerta abrirse y cerrarse. Siento un dolor punzante en el abdomen. Me apoyo contra la cama presionándome la zona. Aprieto los ojos y gimoteo. Javi pulsa el botón y al rato aparecen Paula y María. Me examinan, me animan a darme una ducha. Nos quedamos solos. Me apoyo contra la pared, el agua me cae encima y Javi me frota amorosamente con sus manos. Todo huele a jabón de cerezo.
—La quiero más caliente.—pido quejosa. Estoy tiritando.
«No sale más, cielito» me dice mientras le cae sudor por la frente. Estamos llenos de miedo. «Ojalá también lo estuviéramos de alegría» pienso.
Su tono parece preocupado, como si acabara de darme una mala noticia. «Ya has dilatado del todo, Lydia» me dice Cristina. Hace tres horas que Paula se ha despedido. «Me hubiera encantado poder estar contigo en el parto» me susurró mientras nos abrazábamos. «Si llevamos casi 24 horas esperando para esto, ¿por qué parece que me está diciendo algo malo?» pienso.
Tardé un tiempo en entenderlo: tras el parto el dolor iba a hacerse tangible, tras sostener a nuestra hija en brazos, íbamos a ser conscientes de lo que no íbamos a poder vivir con ella.
—Tenemos todo el tiempo que necesitéis…
Cristina y Laura nos miran desde los pies de la cama. Javi sujeta mi mano. Asentimos. «Esto va a ser muy duro, bebé» le digo con los ojos aguados. Asiente. Las lágrimas le caen a borbotones. «Podéis ponerle ropa que tuvierais para ella, algún recuerdo o un peluche…».
—No hemos traído nada…—nos miramos entre nosotros.
«Lydia ya ha dilatado, ¿podéis pasar por casa a coger algo de Chloe?» escribe Javi a mi padre y a Mayi, que han ido a casa a descansar.
—¿Cómo no hemos traído nada, bebi?
—Pues porque no caímos…
Javi permanece inclinado sobre mí, su nariz está pegada a la mía. Hablamos, le acaricio, me besa las lágrimas. Cada vez siento más presión. Mayi llama a Javi. Nuestras madres esperan fuera.
—Ya vamos, nos hemos dormido.
—Era por si podíais coger algo para Chloe, pero Lydia prefiere que vengáis ya.
Me besa mi madre, me besa mi suegra. Llamamos a Cristina y a Laura.
«No tenemos nada para Chloe…». Asienten. Nos explican cómo va a ser el proceso, nos hacen algunas preguntas: «¿prefieres que te la pongamos encima en cuanto nazca o que la arropemos un poco primero?». El miedo contesta en seguida: «no, no. No sé si seré capaz de verla según salga».
—¿Podemos esperar hasta que lleguen mi padre y mi madrastra?
«Todo el tiempo que necesitéis, Lydia» me repiten. Llegan apurados, respirando con dificultad. Tienen la cara desencajada. Vuelven Cristina y Laura a la habitación. Empiezan a preparar todo.
Todo huele a lavanda. La luz del mediodía entra suavemente por los ventanales, tamizada por las cortinas.
—Échame un poco de ese aceite, porfi…—le pido a Javi. Lo extiende por mis brazos, echa un poco más por la habitación.
—¿Estáis preparados?
«No, no lo estoy» pienso. Me sobrepongo al pánico. Nunca había tenido tanto miedo. Sonrío apretando los labios, tengo los ojos inundados. Asiento rápidamente varias veces. Subo las piernas, echo el culo hacia delante. «¿puedo tener aquí el cojín de lactancia?».
—Como tú estés cómoda, Lydia…—dice Cristina. Su voz es suave, cándida.
Está sentada en una silla, a los pies de la cama. Laura está a su lado. Estamos en silencio.
—Siento presión.
«Vale, Lydia. Cuando sientas presión puedes empujar, a tu ritmo…». «Yo no sé hacer esto» pienso. Pruebo. Cojo aire, agacho la cabeza, pego el mentón al pecho. Pujo.
—Ahora no quiero empujar más…—digo.
—Cuando estés preparada, otra vez. ¿Vale?
Asiento. «Eres increíble» me susurra Javi mientras me acaricia la mejilla. Permanecemos callados.
—Podéis poner algo de música si queréis…—dice Laura.
Nuestros ojos se encuentran. «Sí» musito.
—Pon la lista que hice para Cloclo, bebi.
La música lo envuelve todo. Nos mece. Rompemos a llorar, como niños que piden consuelo, que necesitan que sus madres les cojan en brazos, les arrullen y les saquen de esta situación en la que nadie quiere estar. Vuelvo a sentirme fuera de mi cuerpo. No sé cómo estoy haciendo esto. Cada vez siento más presión, puedo notar cómo se va a abriendo camino, como va saliendo su cabeza. Pego un grito de sorpresa.
—¡He sentido cómo se me vaciaba la tripa!—les digo mientras las miro con incredulidad.
Suena la canción que canté a Chloe durante todo el embarazo. Aunque ya sé la respuesta lo pregunto:
—¿Sigo empujando?
Cristina y Laura hablan susurrando entre ellas.
—No, Lydia. Chloe ya ha nacido.
Busco los ojos de Javi. Por primera vez mira hacia donde ellas están: «Es Cloclo, mi vida…» me dice con los ojos llorosos. Cristina se acerca a mi por un lado de la cama. Lleva a Chloe envuelta en brazos. Miro con miedo. «Madre mía, bebé, estaba dentro de mí, estaba dentro de mí…» repito.
—¿Quieres cogerla, Lydia?—pregunta llorando.
—Me da mucho miedo…—me tiembla la voz.
«Cógela, Lydia, cógela» me ruega Cristina.
Cojo a Chloe de los brazos de Cristina. Con cautela, con miedo. El corazón me da un vuelco y el amor lo envuelve todo. «Es nuestra hija, bebi» digo. Javi nos mira emocionado, con una cara extraña, fruto de la mezcla de emociones. «Podéis estar con ella todo el tiempo que queráis» nos dice Cristina. Al principio la sostengo en brazos sin moverme. «Qué cara más redonda, bebé». Su cuerpo es blando y caliente. «Quiero besarla» pienso. Poso mis labios suavemente sobre su frente. Aspiro su aroma: huele a sangre, a lavanda, y a ella misma. Laura y Cristina han pintado un gorro con su nombre y un arcoíris. Sonrío al verlo. «Vamos a darte un par de puntos». «Cógela, bebi». Noto el terror en sus ojos. «Te va a encantar» le digo. Se sienta a mi lado, agarra su cabeza y pone la otra amorosamente debajo de su espalda. Se le aguan los ojos y sonríe. Les observo embobada mientras me cosen. Javi es el primero en darse cuenta: «tiene tu dedo meñique, cielo». Nos reímos. Javi vuelve a ponerme a Chloe en brazos. Laura y Cristina aprietan la mandíbula. Tienen los ojos enrojecidos. «Os dejamos con ella…» dice Cristina. «Hacedle fotos, a las manos, a los pies…» nos recomienda Laura. «¿Vais a querer que pasen vuestras familias?» asentimos. «En un rato les avisamos» digo. Tienen las manos pegadas al estómago. Cristina me acaricia el hombro: «llamadnos si necesitáis algo…». «Sí» susurro.
«Diles que estoy bien, que el parto ha sido precioso» se me saltan las lágrimas. Salen de la habitación. Hablamos susurrando, se forma una atmósfera ligera, relajada. Miramos detenidamente su cuerpo: le cuento los dedos de las manos y los pies, tal y como hizo mi padre cuando mi hermano y yo nacimos. Tiene las uñas, los labios y los párpados enrojecidos. «Qué nariz más chata…» digo mientras paso por encima de ella la yema de mi dedo. «Es muy suave…» dice Javi. Me siento poderosa, pletórica: «¿a qué la he parido muy bien, bebi?». «Ha sido increíble, cielo» me dice. Acabamos de vivir el momento más sagrado de nuestras vidas. Llamamos a nuestras familias. Entran despacio, sin hacer ruido: casi no apoyan los pies al andar. Tienen los ojos muy abiertos. Se acercan nuestras madres y mi madrastra. Miran a Chloe con ternura: agarran su mano, acarician sus mofletes. «¿Habéis visto que preciosa?» Asienten. Cogen a Chloe, la acunan, se despiden. Nos quedamos otra vez solos con ella, le hablamos de su habitación, le canto la canción con la que la acunaba en mi vientre. Empieza a quedarse fría. Sus labios se ponen más oscuros. Me duele el pinchazo de la epidural. Llamamos a Cristina y a Laura.