Mi vida antes y después de Eki

Hola, mi nombre es Yenny. Al día de hoy tengo 40 años. Quizá diréis –y lo asumo–: “no me cuentes mucho de tu vida”; o quizá queráis conocer mi vida y mi actitud frente a la pérdida dolorosa de mi primer y único hijo por el momento. Quizá muchos diréis: “¿Y cómo ha esperado esta tanto para tener un hijo?” A lo cual yo os contesto, de manera breve y directa, que ha sido en parte por mi enfermedad y por factores sociales.

Yo crecí en manos de una tía que me cuidó como una madre, ya que mis padres nunca se ocuparon de mi. La verdad es así de cruel y real; nunca les importe a ninguno.

En fin, no voy a pararme a hacerme la victima; que no viene al caso. Simplemente lo comento porque ese fue uno de los motivos que me llevó a no querer tener hijos, sin tener claro que yo como mujer y madre podría quererlos. Vamos, que no quería que se repitiera la misma historia que la mía.

Otra de las causas fue que a los 25 años, en el año 2005 y después de haber emigrado a España y trabajar y ahorrar mucho al lado de mi tía, y de haber encontrado estabilidad económica, empecé a enfermar de la nada. En mi niñez nunca había estado enferma y, bueno, era algo nuevo y raro para mí.

En ese mismo tiempo empezaba a salir con mi novio que al día de hoy es mi marido. Él el se preocupó mucho por mí y me pidió que me hiciera analíticas. Su padre es medico y vio que no era normal como estaba yo. En fin, me diagnosticaron lupus y, bueno, batallé con ello hasta que logré estabilizar la enfermedad, allá por el año 2009.

Ya en ese mismo año mi novio y yo decidimos casarnos, y enseguida mi felicidad me hizo tener el deseo de ser madre, y lo hablé con mi marido. En ello estábamos, pero en septiembre de ese mismo año, me cayó otra fatídica enfermedad: epilepsia. Vino con una crisis completa que me dejó de piedra al enterarme de ello. Otra vez tenia que luchar; otra vez tenía que empezar.

Primero tuve que aprender a conocerme con los síntomas y aprender a vivir con ello. No fue nada fácil. La enfermedad estaba descontrolada, y yo tenia mucha ansiedad y miedo. Tenía la sensación que me podía dar un ataque epiléptico en la calle paseando, y caer mal y quizá tener un golpe; y quedarme allí.

Tenía miedo a estar sola; no podía dormir bien. Había sacado el carné de conducir y ya conducía, y tuve que dejar de lado eso. Tuve que dejar de lado muchas cosas, puesto que las pastillas y el sueño podían conmigo. Mi vida en ese entonces para mí no era vida.

Pero llegó el gran día de que mi epilepsia estaba controlada; y yo me sentía de nuevo segura y con fuerzas para seguir y planear mi vida. Allá por el año 2012, todo volvía a brillar para mí y volví a soñar.

Pero, en fin, no me duró mucho la alegría, ya que empecé a sentirme muy mal. No podía respirar bien y me dolía mucho el pecho. Empecé a tener herpes y muchas manchas y heridas en la piel; el lupus se volvió a activar, y con el mis sueños de ser madre se fueron por un pozo profundo y difícil de salvar.

Volvía a ponerme el traje de guerrera sin haberme entrenado para ello. Ahí estaba otra vez luchando por mi vida, y esta vez con más fuerza que nunca. Primero pericarditis y pleuritis, y luego una operación de pulmón para drenarme el líquido de mis pulmones, que parecían una gasolinera.

Después de ello, tres años de quimioterapia para quitar el brote lúpico. Toda esta lucha me llevo años, pero llegó el día en que por fin mis médicos del lupus y la epilepsia me dieron permiso para quedarme embarazada, puesto que me vieron muy bien y lista para el momento allá por el año 2018..

Yo, como podréis entender, no podía estar mas feliz; mi marido y yo empezamos la búsqueda de ese sueño: el de ser padres. Llevaba ya más de medio año intentándolo y nada; y lo comenté con mi medico del lupus. Por la edad y todos los factores añadidos decidió mandarme a reproducción asistida, ya que no parecía que pudiera ser madre de manera natural.

Yo estaba muy triste y hasta tenía pesadillas, pensando que nunca podría quedarme embarazada, y eso me dolía hasta en el alma. Pero llego el gran día, en el que me llamaron desde reproducción asistida para hacerme pruebas y ver si podían ayudarme.

Nos presentamos allí. Yo por mi parte, muy ilusionada y esperanzada; y mi marido, muy asustado y extrañado en ese mundo raro y distinto, en el que pareciera que nunca vas a estar ahí hasta que te toca.

En fin, después de hacerme varios estudios me dijeron que teníamos que hacernos una invitro por la mala calidad de óvulos y la escasa cantidad de esperma de mi marido; ese fue el diagnóstico que nos dieron.

¡A por ello” Dije yo; y empezamos con el tratamiento. Pero mi alegría no duró mucho, ya que mi óvulos no crecían y no hubo manera de extraerlos. Los médicos de reproducción asistida dijeron que yo tenía que ir a ovodonación, ya que solo ese era mi camino si quería ser madre.

Lloré mucho y me sentí como un trapo viejo inútil, que no podía dar vida a otro ser.

En el fondo, yo sabía que en parte era debido a mi enfermedad. No hacía ni un año que había dejado la quimio, y mi cuerpo no estaba preparado para ello. Pero una, como mujer que desea ser madre, se siente que le falta algo; aunque no es así, porque la realidad es otra. Se es mujer sin ser madre, se puede ser feliz sin ser madre. Eso es verdad, pero cuando tienes un sueño y un deseo de ser madre, el dolor es profundo y lloras y gritas en silencio por ese vacío que hay dentro de ti.

Decidí no tirar la toalla. Me habían dado una opción, y era yo la que debía elegir. Me puse a reflexionar sobre mi propio origen y que yo había sido feliz con una madre adoptiva, y pensé que madre es la que cría y no la que engendra.

Así que decidí ir por la ovodonación en Osakidetza (Servicio Vasco de Salud); y busqué como donante una chica joven que al principio estaba dispuesta a echarme un cable. Yo no caí en la cuenta de que la muchacha era inmadura e inestable, y que luego me dejaría plantada y sin llegar a hacerse la ovodonación.

Nuevamente a sufrir y comerme la cabeza y decirme: “¿Ahora qué hago? En fin, después de hablarlo mucho con mi marido, decidimos ir por una ovodonación en una clínica privada.

El trato fue cordial y ameno y decidimos hacerlo. La primera transferencia salió negativa y yo me sentía morir. Pensaba que era estéril y los miedos volvían a mí. El dolor y la incertidumbre me consumían cada día; vuelta a llorar y a gritar en silencio.

La segunda vez recuerdo que tuvieron un retraso en la transferencia del embrión. Mi marido estaba nervioso y yo tranquila; era como si mi corazón me avisara de que esta vez la alegría llegaría a mi vida.

Recuerdo que fue un 21 de diciembre del 2019. En la transferencia, a través de la pantalla, vi cómo ese embrión que me transplantaban tenía energía y era fuerte, y vi cómo se posaba en mi utero. Fue algo rápido y hermoso a la vez. Recuerdo sentirme embarazada desde el primer día. Vamos, sentía a mi hijo dentro ,me sentía acompañada y feliz.

El 2 de enero de 2020 me hicieron el análisis de embarazo y salió positivo. Yo estaba superfeliz; se había cumplido mi gran sueño de ser madre. Pensaba que mi lucha había llegado a su fin y que era hora de relajarme y dejar que los meses pasaran y que las pruebas se hicieran, y que yo al fin podría tener la felicidad completa.

Recuerdo pasarme horas en el ordenador eligiendo ropas y enseres para la llegada de mi bebe. Eki –el nombre que dicidimos ponerle– era mi compañero. Me pasaba horas hablando con el y tocandome la tripa y leyendo una y otra vez información sobre cada semana de embarazo para seguir su evolución.

Recuerdo estar pendiente de todo lo que puede y no puede comer una embarazada; también de hacer un poco de ejercicio prenatal. En fin, de hacer todo lo necesario para que él estuviera bien.

También recuerdo la noche que elegimos su nombre mi marido yo. Nos pareció algo muy bonito llamarle Eki, que en euskera significa sol.

Cuando dio patadas las primeras veces, cada que sentía sus golpecitos. Solía reírme y mi marido me decía: “¿De qué te ríes?. Y yo le decía: “Estoy riendo con Eki”. Teníamos todo preparado para el gran día, sólo nos quedaba esperar.

Pero la vida da vueltas. En el quinto mes de embarazo vieron que Eki tenía un estrechamiento en la vena aorta del corazón y tenía que revisarse con más detenimiento con las ecografías. Mi tristeza y miedos volvieron. Recuerdo habérselo contado a mi marido llorando por miedo a lo que le podría pasar a mi bebé.

Ya en el séptimo mes me volvieron a mirar bien lo de la vena aorta del corazón de

Eki, y esta vez daba todo normal y que no tenía problemas, como creían haber

visto en las anteriores ecografías. Yo estaba super feliz y volvimos a relajarnos tanto, que en julio mi marido cogió vacaciones y nos fuimos a un pueblo en el que mis suegros tienen un chalé, para pasar unos días y estar tranquilos.

Yo llegaba a la semana 32 de embarazo. Me sentía cansada y un poco hinchada, ya que retuve líquidos y eso mermaba mi condición física. Pero, por el resto, me sentía bien, aunque también había soltado el tapón mucoso y había ido a Urgencias. Me habían hecho ecografías y mirado los latidos del corazón del bebe, y me dijeron que todo estaba bien.

Recuerdo muy bien la noche del día 20 de julio. A las once de la noche empecé a sentirme rara, con dolores extraños. Primero pensé que eran las falsas contracciones y que nada raro pasaba; pero el dolor fue a más y de manera distinta a las contracciones falsas, y entonces empezamos a controlar las contracciones y mi marido y yo nos dimos cuenta de que no eran normales, que parecían de parto.

Recuerdo haberme dado una ducha caliente y relajarme. Era ya la una de la madrugada y decidí intentar dormir. Mi marido había avisado a sus padres de que me sentía mal, y vinieron a ayudarnos a las dos de la madrugada. Como los dolores no cesaban, decidimos ir a Urgencias del Hospital de Cruces, en el que llevaban todo el seguimiento de mi embarazo.

Al principio, en mi mente seguía creyendo que era unas falsas contracciones y que volveríamos a casa pronto. Pero al entrar y ver la ecografía, la ginecóloga decidió internarme e inmediatamente me aplicaron medicación para intentar parar el parto- No pudieron hacer nada; el parto era evidente y mi cuerpo quería expulsar a mi bebé.

Me pusieron la epidural y me rompieron la bolsa, ya que me lo tuvieron que provocar con oxitocina. Las médicos consideraron que tenía que ser un parto vaginal y así fue, aunque con episectomía y ventosas.

A las seis de la tarde del 21 de julio nació mi amado Eki. Una de las residentes que asistía al parto dijo ¡”qué asco lo que sale de ahí!”. Yo me dije, en mi mente: “¿Qué esta pasando?” Las matronas gritaron que todo estaba bien.

Ya nacido Eki, yo estaba medio dormida y cansada del parto, y me quede un poco paralizada, ya que no le escuche llorar. Pero estaba tranquila, porque las matronas me habían dicho que él estaba bien y respiraba perfectamente.

Me preguntaron si quería que me pusieran al bebé ‘piel con piel’ y yo dije que sí. La verdad es que si retrocediera en el tiempo diría que no, puesto que una de las residentes, al coger a mi hijo de mi pecho para devolverlo a la incubadora, lo agarró como un trapo, sin cogerle bien de la cabecita. Yo, estúpida, no dije nada y observé como tonta; y me quede con tristeza por esa acción de la residente.

Durante el poco tiempo que tuve a Eki en brazos en los momentos inmediatamente posteriores a su nacimiento, él estaba con los ojos cerrados y se movía en mi pecho. Yo le decía: “hola”, y no sabía qué más decir. Tenía tanta emoción, y encima la matrona me estaba clavando las agujas ‘en las partes’ , que no podía concentrarme y estar totalmente entregada a mi hijo.

Luego me sacaron de la sala de parto casi corriendo, puesto que tenían que atender otro caso, para llevarme a descansar a otra habitación. Mi suegro andaba deambulando por las inmediaciones y vio de lejos a Eki y se puso muy contento. Dice que recuerda con ternura haberlo visto.

En fin, yo estaba en la habitación desesperada por orinar y que pasaran las dos horas para poder ir a ver a mi bebé, que supuestamente, como habían dicho las matronas, estaba bien, aunque permanecería en ‘cuidados medios’ por su prematuridad.

Ya a las nueve y media de la noche llegó el momento de ir a la sala de neonatos. Recuerdo que por ser epiléptica y enferma crónica, me derivaron a otra zona donde podría tener una habitación para mí sola, pero que estaba un poco lejos de la sala de neonatos.

Tardamos 18 minutos en llegar a neonatos porque no conocíamos el camino y nos habíamos ido por otro sitio. Cuando llegamos allí, había que llamar a un timbre y decir el nombre del bebe y que éramos sus padres. Grande fue nuestra sorpresa, cuando la interlocutora, a través del telefonillo, dijo que Eki el esta en cuidados intensivos.

Yo me quedé de piedra. No supe como reaccionar. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Verle en la incubadora lleno de cables y quieto, como si ya no tuviera vida, cuando hacía unas horas estaba moviéndose en mi pecho y todo parecía estar bien, era para mi como una pesadilla. Me decía: “Esto no es real, no esta pasando; quiero despertar”.

Pero era muy real, y yo no paraba de llorar y gritar: “¡Eki, mi amor!; ¿qué ha pasado?”. Y para colmo, tuvimos la desgracia de que ese día hubo una descoordinación del personal de neonatos y no nos avisaron de nada.

Recuerdo que habia un enfermero borde que no supo explicarnos nada y nos hablo de mala manera, lo cual no ayudó a nuestro dolor y desconcierto, y no hizo más que empeorar la situación. Mi marido, nervioso, pedía explicación; y yo sólo lloraba de impotencia y dolor.

Esa noche recuerdo que desde las 21:30 hasta las 23:35 horas, los médicos que nos vieron dijeron que esperásemos afuera a que se juntaran debatieran y estudiaran sobre que le había pasado a Eki.

Yo recuerdo que en la espera, al tener las piernas hinchadas y estar incomoda en la silla, sentía dolor por la costura de la episectomía, pero mi pensamiento solo era mi bebé. El dolor más grande que tenia era saber que le pasaba a mi Eki. ¿Por qué estaba así?

Cuando los médicos vinieron a vernos dijeron que a la hora y media de su nacimiento, empezó a no saturar bien; y que al principio pensaron que era por su prematuridad y porque sus pulmones no habían madurado suficiente.

En fin, nos fuimos a la cama en el hospital y a mí me dieron calmantes para aliviar la ansiedad y poder dormir, ya que la noche anterior del parto no había dormido nada y corría el riesgo de tener un ataque epiléptico.

Mi marido, del dolor y la tristeza, no podía dormir, así que se fue a la sala de neonatos a eso de las cuatro de la madrugada y estuvo a su lado hablándole y quizá despidiéndose, porque sentía en su corazón que la cosa no iba bien. Yo estaba tan dormida que no me di cuenta en qué momento salió de la habitación o volvió. Él me contó que había estado con Eki esa madrugada.

Al día siguiente, le hicieron ecografías y encefalogramas, y le dieron antibióticos pensando que igual tenía una infección; pero no era eso. El gran problema, y sin solución, fue que se le había roto la vena de galeno en el cerebelo, una importante vena que conecta el cerebro con todas las funciones motoras del cuerpo. Es como decir que un enchufe de ordenador está averiado y no conecta bien para realizar sus funciones.

Yo no me quería convencer que mi bebé esta condenado a irse en cualquier momento. Recuerdo que tuvo dos días de gran lucidez, y aprovechamos para cogerle en brazos y darle besos y hablarle. Incluso un día yo tenia ganas de salir corriendo con él a la calle y olvidarme de todo, y hacer como que nada pasaba y poder darle todo mi amor. Pero eso era solo una ilusión, quizá vana.

Los días en la UCI de neonatos eran diferentes. A veces Eki estaba lúcido y con los ojos bien abiertos, y otras veces estaba medio dormido y solo chupaba su chupete. Se veía tan bello para mí.

Unos de esos días buenos que tuvo, en los que parecía no tener nada, se me quedó mirando con esos grandes ojos negros en el momento que me marchaba a almorzar y tomar mis pastillas. No podía dejar eso de lado por mi salud, y a veces tenía ira por estar enferma y tener que ocuparme de mí, pudiendo estar sin moverme de allí. Pero las cosas no podían ser así, porque no estaba sola, también estaba mi marido, mis suegros, mi madre y mis cuñados, que vinieron todos los días a vernos y acompañarnos en el duro camino que teníamos que recorrer. En mi mente está ese día en el que Eki se me quedo mirando y yo a él. No quería irme, no quería estar un minuto lejos de él.

Otras veces, en cambio, sufríamos los dos . Él, por un lado, sin poder respirar bien; y yo, desesperada por intentar que respirara mejor. Recuerdo soplarle en la boca como queriendo darle más aire a sus pulmones. Quería ser él y ser yo quien sufriera lo que estaba pasando. Quería sufrir yo, no él.

Las enfermeras de Neonatos, con toda la buena intención del mundo, me decían que no mirase la pantalla que monitorizaba la saturación y otras constantes vitales cuando bajaban sobre todo. Pero yo no podía evitarlo; me desesperaba cuando veía que saturaba poco y le veía fatigarse.

Otras veces, las enfermeras me decían si quería cogerle en brazos. No es que no quisiera, sólo que le veía tan a gusto en su incubadora, con las piernitas bien estiradas y relajado, que no quería quitarle su momento de tranquilidad por mi capricho de tenerlo en brazos, ya que él, al ser prematuro, tenía mucho frío fuera de la incubadora, y además no le gustaba mucho ser cogido en brazos.

Es más, era un gruñoncito; en lugar de llorar cuando le cogían mal las enfermeras al asearle, hacía un gesto y un ruido de molestia. Decía: “¡Ahhh!” como con ira. Era de carácter; sin duda habría sido un niño muy seguro y dueño de sí mismo, de eso no me cabe duda.

Luego me metí en la cabeza que si vivía, aunque no anduviese, podría ser como muchos que son muy inteligentes y se adaptaría a esa vida y yo a ella. Pero la realidad era otra; él no podía respirar bien, ni deglutir bien la comida, y ese daño que tenía le iría deteriorando más y más; y yo no quería verlo sufrir así, y me me aferraba a un imposible.

Los médicos de neonato dijeron que Eki viviría lo que tuviera que vivir; y así fue. Nos regalo cinco días de su vida, que los vivimos intensamente; estando todo el tiempo que podíamos allí. Recuerdo cantarle una canción de Topo Gigio que de niña me la cantaba mi tía. En el embarazo se la había cantado mucho al irnos Eki y yo a la cama a dormir los dos. Decía así:

Hasta mañana si Dios quiere que descanses bien,

llegó la hora de acostarse y soñar también.

Porque mañana será otro día y hay que vivirlo con alegría.

Por la mañana al colegio para estudiar y aprender,

luego a la tarde con los amigos y luego a ver la TV.

Y cuando llega la noche, a cenar y dar gracias a Dios

por un nuevo día que se fue. Y buenos noches porque el día ya se fue”

La verdad es que a día de hoy no puedo cantarla o verla en el ordenador, porque rompo a llorar, me recuerda a él.

En fin, llegó el temido día –era el 26 de julio– en el que él decidió marcharse. Le pusieron sedación para que no sufriera y yo recuerdo ir a la sala neonatos y escuchar a la medico decirme que Eki estaba preparado para marcharse y que sería cuestión de horas .

Yo me descontrolé, grité su nombre y me agarré fuerte a su incubadora, como si no

quisiera soltarme de él. En ese momento deseaba morir con él. Empecé a sentir que eso era una pesadilla y que pronto pasaría, que yo despertaría y Eki estaría bien y seríamos felices.

La noche del 26 de julio murió a las 20.35. Se fue para siempre, y con él todas mis ilusiones de hacer todos mis deberes de madre. Las cosas son así, y no son fáciles de aceptar.

Nos juntamos en una salita para verle y tocarle por última vez. Yo estaba pasmada; en esos momentos no sabes qué hacer, solo miras alrededor e intentas digerir lo que esta pasando. Yo sentía que me faltaba un pedazo de mí, me sentía incompleta y tenía mucho miedo de mí misma, porque al tener epilepsia tenia miedo a un ataque.

Al día siguiente me dieron el alta y nos fuimos a casa de mis suegros para preparar papeles y el tanatorio para Eki. La familia de mi marido estuvo todo el tiempo acompañándonos y apoyándonos en lo que podían, ya que nada se podía hacer por Eki.

En el tanatorio todos me decían que ahora importaba yo y que tenía que ser fuerte por mi salud y por seguir adelante. Estuve fuerte casi todo el tiempo en el tanatorio; le veíaa por el cristal y a veces mi corazón y mi imaginación me hacían sentir que él sólo estaba dormido y que me acompañaba. Parecerá una tontería, pero yo me sentía acogida y como en una nube.

Pero aquello era sólo una ilusión que se desvaneció en el momento preciso en el que un empleado del tanatorio dijo que llevaría al bebé al crematorio. Recuerdo que le acompañamos hasta el horno y le dimos un beso en los papos su padre, su abuelo y yo para despedirnos para siempre de él.

Recuerdo que al ver acercarse al fuego el ataúd pequeño de mi hijo y saber que nunca más lo vería físicamente, me puse a llorar descontroladamente con una desesperación que sólo había sentido cuando, a los diez años, vi que enterraban a mi madre. Tuve ese mismo dolor, aunque aumentado, porque ya era más consciente de mi sufrimiento que cuando era niña.

La pérdida de mi hijo fue muy dolorosa. Recuerdo quererme quedar en el tanatorio hasta que se terminara de quemar su cuerpito, pero mi suegro y mi marido me dijeron que debíamos salir un poco y atender a todos los familiares que nos estuvieron acompañando. La verdad es que en ese momento yo sólo quería estar a su lado; por lo menos hacerle saber que yo estaba allí, que no podía hacer más de lo que había hecho, pero que estaba ahí, acompañándole en su último viaje.

En fin, mi marido me dijo que si yo quería que me hicieran un colgante con una fracción de las cenizas de Eki, y yo le dije que sí. Al día de hoy siempre beso mi cadenita por las noches al irme a acostar. Al quitármela me despido de él, siento que su alma aun está conmigo y que no estamos solos, que él me tiene a mí y yo a él.

Mi pobre marido cumplía años el 28 de julio, el último día que vimos a Eki de manera física antes de que lo cremaran. Además, mi amado Eki nació justo el día del cumpleaños del hermano menor de mi marido. A día de hoy me digo que Eki nos ha dado sólo amor y que fué un gran luchador. Él quería vivir, pero su cuerpito no resistió.

Después de la cremación, mis suegros decidieron llevarnos unos días fuera para distraernos, porque se veían venir lo que pasaría si llegabamos a casa y no teníamos a Eki con nosotros. Yo volví a ponerme en una nube, como si lo que había pasado no me afectara. No hablaba de ello e intentaba no recordar nada.

Pero pronto se acabaron los días de estar en esa nube. Mis cuñados se ofrecieron a quitar todas las cosas de Eki para que no me afectara verlas cuando llegara a casa; pero yo no quise, ya que sentí que no estaba preparada para ello aún, y que además debía quitarlas yo por ser su madre.

En fin, llegó ese día en el que debíamos volver a casa y enfrentarnos con la realidad; esa realidad que me esperaba allí, ese vacío horrible y negro que me cayó como una bomba en la cabeza y el alma. Ese horrible vacío y una culpa e ira que parecía surgir de la nada. Empecé a imaginarme y recordar detalles que nada tuvieron que ver con lo ocurrido, pero yo necesitaba agarrarme a algo, enmascarar la realidad, para evitar sufrir.

Recuerdo pensar que igual le hicieron algo a mi bebé en el paritorio; o empezar a decirme: “Debí descansar más, debí ir antes al hospital, no debí ir a pasear en coche”, y un montón de cosas que no creo que sean la razón de su partida; pero yo necesitaba buscar culpables.

Culpable yo, los médicos, mi marido; y sentía hasta ira de que me dijeran: “Eres fuerte”, cuando solo quería llorar y meterme en los recuerdos y no salir de allí.

Estaba arrastrando a mi marido también al dolor y la tristeza. Recuerdo un día que íbamos por la calle como sin rumbo, como dos estatuas, como dos desconocidos; y mi marido me dijo que no podíamos seguir así, que teníamos que salir de aquella depresión y seguir adelante.

La verdad es que mi marido ha sido más fuerte que yo; él tomó las fuerzas de donde pudo para que siguiéramos adelante, ya que yo tenía días en los que no quería ni levantarme de la cama.

Recuerdo haber ido al psicólogo y no sentirme a gusto. Pero tuve la idea de meterme en Internet y contactar con gente que había pasado lo mismo y leer otras experiencias.

Mi médico de cabecera me mandó a la matrona; era la primera vez que tenía conexión con una, ya que por el covid y porque estaba siendo atendida en el Hospital de Cruces, no se me había asignado una matrona en el embarazo. Pero ahora estaba siendo atendida en Vitoria, y me dirigieron a una matrona. Desde el primer contacto con ella, me sentí a gusto, sentí que alguien me escuchaba y me acompañaba en mi dolor.

La matrona me aconsejo libros para llevar el duelo, que se sumaban a los que ya me habían aconsejado otras personas. Sentí que estaba haciéndome camino, que empezaba a entender y aceptar la partida de mi bebé. Leí mucho: El camino de las lágrimas’, de Jorge Bucay; ‘la Huella de Mikel’, ‘La cuna vacía’…

La verdad es que estar en contacto con la matrona me hacía sentir que todavía no estaba del todo desconectada de ese mundo, y que aun había gente que podía ayudarme en mi camino. Las pesadillas que tenía de Eki haciéndose daño cesaron. Aquellas pesadillas, en las que yo veía sufrir a mi bebe y yo no podía hacer nada, aumentaban mi desaparecieron. Pero poco a poco empezaron a ser menos frecuentes, y en su lugar aparecieron otros sueños dulces, en los que yo me reencontraba con él, lo besaba y lo tenía en mis brazos.

El sueño más bonito que he tenido con él ha sido uno en el que el tomaba la tetita y estaba muy contento. He tenido muchos más sueños hermosos con él; y poco a poco le siento cada día más cerca.

El repetirme una y otra vez: “sólo yo puedo salir de esto, yo elijo como quiero que sea mi vida sin Eki” me ha ido ayudando a seguir de pie y luchando. No es fácil perder a un hijo, ya sea el primero o el último. Es fruto de tu ser, es una pirámide de ilusiones y de amor.

Yo sentí que mi vida no valía nada cuando él se fue; sentía que todo lo que había luchado contra mi enfermedad no valía nada; me sentí derrotada. Elegí seguir y luchar de nuevo contra mis sentimientos de amargura y debilidad, buscar cosas positivas y llenar mis días de otras cosas. Antes de que ocurriera todo me había hecho a la idea de que debía cuidar a mi bebe y estar con él; ahora tenía que aprender a vivir sin él. Esto es algo fácil de decir, muy difícil de llevar a la practica.

Él ha dejado en mí un gran recuerdo de su paso por mi vida. Esos cinco días de vida que tuvo Eki estarán marcados para siempre en mi memoria. He decidido que no quiero olvidarle, ni dejarle de amar; pero sí quiero recordarle sin dolor, sin culpas ni ira. Quiero recordarle cada dia con amor, con gratitud a Dios por habermelo dado, con gratitud a él por haberme dado la dicha de conocerle y amarle.

Cuando él marchó, yo me quedé llena de amor para darle, y con un gran vacío que he tratado de llenar con los recuerdos, fotos y videos que tengo de él. Eki, amor mío; siempre seras mi príncipe, mi terroncito de azúcar y mi peludito, ya que al nacer prematuro tenías mucho pelito, mi amor. Eki, siempre serás mi hijo mayor.

Dios ha querido darme una nueva oportunidad de ser madre y me ha bendecido de nuevo, y a día de hoy me encuentro embarazada de nuevo. Estamos ya en enero de 2021 y Eki, si estuviera vivo, tendría cinco meses. Pero la vida es así, hay cosas que nosotros no podemos cambiar.

Ahora tengo miedo pero también mucha fe, y voy poco a poco amando a mi nuevo bebe, mientras sigo amando a Eki. Mi nuevo bebe ha sido concebido de manera natural, lo que es la vida; y sólo tengo amor y agradecimiento a Dios por esta nueva oportunidad en mi vida.

El camino se debe hacer; ¿cuánto dura? Eso solo el corazón de cada doliente lo sabe, y hay momentos de debilidad en los que vuelves a llorar y a sentir soledad. En esos momentos no debes sentirte culpable por sentirte así, ya que has perdido algo grande, algo tuyo, algo amado y que jamás podrás reemplazar. Así que, ¿por qué no llorar cuando viene la nostalgia, cuando viene la impotencia? Llora , sécate las lágrimas y sigue tu camino. Yo, al menos, eso estoy tratando de hacer: seguir.

Siempre pienso que mi amado Eki no quería que yo este quieta e inmóvil ante la vida, sino que yo fuera parte de la vida y que siguiera viviendo y realizando actividades; que siguiera viva y llena de energía como cuando él estaba vivo y me sentía con él.

Yo sólo aconsejo a la que pase por ese duro camino que busque ayuda, que hablé de lo que siente y que lea mucho; y sobre todo, que sepa que solo depende de una misma seguir en el dolor o superarlo y buscar otras cosas que te llenen y que te distraigan, porque olvidar nunca se olvida, pero se puede recordar más con amor que con dolor.

Nunca minimices tu dolor o lo ocultes; saca todo lo que tengas dentro, grita su nombre si quieres. Haz todo lo que tu corazón y mente te lo pida, solo así podrás seguir el camino hacia la aceptación.

Al que lea esto, espero haberle podido ayudar y acompañar un poco en la búsqueda de la aceptación.