Olivia, nuestra historia de amor: Un cuento de esperanza

Revista Muerte y Duelo Perinatal #3


Autora: Adela C.A.

Madre de Olivia e Ingrid

Esta historia es un extracto del libro Historias de Amor, editado por Jillian Cassidy y Cheli Blasco

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Me gustaría dedicar este cuento, no sólo a mi morenita, a mi hija Olivia, sino especialmente a todas esas mamás que se encuentran en las primeras etapas después de haber perdido a su hijo/a. Me gustaría que este cuento fuera un punto de esperanza en ese durísimo camino que supone el duelo tras la muerte de quien hemos llevado en nuestro vientre. Cambian tantas cosas, cambian tantos valores que a veces parece que hemos vivido otra realidad.

Hace calor, es verano, el mes de julio en Praga puede ser especialmente asfixiante, no sólo por los turistas, también por un calor húmedo que intensifica las altas temperaturas. El río Moldava baña la ciudad y hace que esos 28 grados parezcan 35. Sin embargo, a las afueras de esta maravillosa ciudad, sentada en un parque viendo al fondo la impresionante catedral gótica de San Vito, todo se lleva mejor. Una kofola (la bebida de cola checa), un cuaderno donde anotar sensaciones y una fotografía es todo lo que le acompaña. Los pensamientos se suceden, piensa en su hija, en cómo le ha cambiado la vida, pero no es capaz de recordar el día en que sintió que quería ser madre, no lo recuerda porque en el fondo siente que lo ha querido ser siempre. Tampoco recuerda cuándo fue la primera vez que le planteó a su pareja dar el paso, empezar a buscar un bebé, no lo recuerda pero sí sabe que fue antes de que él se sintiera preparado. Había cosas en el aire y esperó. Es una decisión de dos, eso siempre lo tuvo claro. Durante tiempo hablaron y hablaron, sopesaron y sopesaron. Nunca es buen momento, pero todos los momentos son buenos a la vez. No recuerda los detalles de aquellas conversaciones, a veces amargas porque sentía que el tiempo pasaba, pero otras dulces como la miel. No recuerda muchas cosas, pero sí recuerda el día en que por fin hubo acuerdo. Un lindo viaje lleno de ilusiones empezaba en ese instante. Un camino de sombras y luces hasta que de repente, ahí están, las dos rayitas del positivo en el test. “¡¡Ay madre!! Ya no hay marcha atrás”. Dudas, inquietudes y miedos se confundían con la ilusión y la felicidad de que iba a ser mamá. Esos momentos en que se imaginaba acariciándose la tripa y luego con un bebé en sus brazos iban a hacerse realidad.

Pasaba el tiempo. Primera ecografía, es un garbanzo. Mareos matutinos. Nada de carne cruda. Analíticas. Lavar las verduras adecuadamente. El pecho crece tres tallas, hay que comprarse sujetadores. Ganas de chocolate a todas horas. Sueño. Yoga para embarazadas. El triple screening sin peligro. ¡Es una niña! La prueba del azúcar. Otra ecografía. La prueba del azúcar otra vez. Feliz. Parece que algo se mueve dentro. La primera nieta. La tripa crece. Cinturón especial para el coche. Sí, sí, definitivamente es una patada. Pensando en el nombre. La prueba del azúcar. Diagnóstico: diabetes gestacional. Olivia, sí, se llamará Olivia. Da la sensación de que esté jugando al fútbol dentro. Calor. La tripa sigue creciendo. Se siente guapa. Control estricto de los hidratos de carbono. El bebé reacciona a estímulos externos. Está encantada en ese estado de ser mujer. Eso es un puño contra la piel. La eco 3D y ha sonreído, tiene una nariz preciosa. La línea alba. Nada de grasas en la dieta. Comprando vestiditos. Su mundo por una onza de chocolate, nada de jamón serrano como muchas amigas suyas anhelan, sino chocolate. Una patada en la vejiga. Clases de preparación al parto. Ya no se ve los pies desde arriba. Ufff, mucho calor. Medias de compresión. Leer libros de lactancia. Ir al baño incontables veces al día. Qué placer acariciarse la tripa cada noche. Ya sólo puede dormir de lado. Sensación de plenitud. Cada mañana busca los pequeños pies dentro de su barriga, juega con su hija. Comprar carrito. Pintar la habitación. Otra ecografía. Dulces pero interrumpidos sueños. Recopilando pijamitas heredados. Le encanta que la gente le mire la tripa. Planchando camisitas enanas. Abuelos expectantes. La piel ya no puede dar más de sí. Está colocada. Siente contracciones de preparación sin peligro. Comprar un camisón para el hospital. Se acerca la fecha. Imagina el parto pero no siente miedo, lo desea. Imagina el llanto, imagina sus manos, imagina…. imagina… imagina… sueña… desea… susurra… No se mueve, de repente no se mueve. No sabe hace cuánto que no le da una patada, no reacciona a los estímulos. No puede ser. “Estará dormida”, intenta relajarse pero no puede. Respira hondo. No se mueve, no le duele nada, la empuja, no se mueve, no lo entiende, no se mueve, no, no, no, no.

Tranquila, será una falsa alarma, tranquila”. Se repetía para sí esas palabras incesantemente en el trayecto al hospital. Le meten en la sala de control, pero no encuentran el latido. Le pasan a consulta para hacer una ecografía y aún suspira porque todo sea un mal sueño. No hay lágrimas. Y llega la terrible noticia: “embarazo interrumpido, no hay latido, lo siento mucho“. Ésas fueron las palabras de la ginecóloga jefe del hospital. Palabras que han quedado grabadas a fuego en sus oídos para siempre. Se acabó. La luz se apaga. El mundo se ha parado. No puede ser. Sólo alcanza a decir: “enséñame su corazón en el monitor otra vez“. No late, no se mueve, pero se ven sus manitas. Perfectas. Las enfermeras le limpian la tripa y se baja la camiseta. El silencio es sepulcral. Se levanta y coge el teléfono: “he perdido a la niña, Olivia ha muerto“. Años después puede verse claramente a sí misma en aquella sala, de pie, firme, mirando al vacío, con el teléfono en la mano y hoy, hoy sabe que esas palabras debían haber sido: “Olivia ha muerto, ha decidido partir” . Porque no había nada que ella pudiera hacer. Pero la culpa que toda madre siente cuando algo le ocurre a su hijo, se hace aún más intensa cuando todavía lo llevas dentro. Ahora todo, absolutamente todo, es relativo. No arranca a llorar pero la presión en el pecho la paraliza.

¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué va a hacer ahora? No quiere ver a nadie, su mirada se pierde, está vacía. Es mentira, aún piensa que es mentira. A pesar de que solicita cesárea, los médicos le aconsejan parto vaginal. Fue un buen consejo. El cuerpo es sabio y lejos de colapsar, sabe lo que hay que hacer. En esta vida de prisas y de globalización estamos perdiendo la capacidad de escuchar nuestro cuerpo, de escucharnos a nosotros mismos. Cuánta gente ahí abajo, en medio de la ciudad que vio nacer a Franz Kafka corre de un lado para otro porque aún le queda por ver la plaza de Wenceslao o las joyas de la Corona Checa y cuando llegan a su casa, a sus hoteles, no recuerdan el 50% de los detalles que el guía del tour que contrataron hace 5 meses les contó. Sólo unos pocos se habrán sentado en un parque a tomar un helado, a disfrutar de las vistas del río y respirar 10 minutos, sólo respirar, sin hablar. Muy pocos. Ella tampoco lo hacía antes. Su hija le enseñó que hay que bajar el ritmo y simplemente, estar de vez en cuando.

Pero ahora esa niña que tantas ilusiones llevaba consigo se había ido y tenía que salir de su útero. 15 horas hasta el alumbramiento. 15 horas en las que se va haciendo a la idea, en las que va recibiendo información. 15 horas en las que llora, calla, medita. 15 horas en las que no podía ver su reflejo en la ventana. 15 horas que le permitieron prepararse un poco para despedirse de su princesa. Si es que alguien puede prepararse para eso. 15 horas en las que prefiere el dolor físico porque el alma ya la tiene rota. En la sala de parto, la ginecóloga dice unas simples palabras: “ya está aquí”. Su vista se nubló, sus manos y sus labios temblaban como si estuviera desnuda en medio de la nieve. Llegaba el momento en que su pequeña saliera de la tripa y se fuera para siempre. No se podía hacer nada, pero sentía que mientras estuviera dentro de ella seguiría siendo suya. Pero debía salir, debía seguir su camino. No se tienen hijos para que estén contigo pegados a tu pecho siempre, pero tampoco para que se vayan tan pronto y de la peor manera. Un par de empujones más y se hizo el silencio. Su pequeña Olivia nació a las 2:08, 2.5Kg de perfección. Morena, los labios rojos medio abiertos, carnocitos, los ojos hinchados y la nariz respingona. La piel perfecta, las manos delicadas. Llena de paz. Era tan bonita que no podía ser verdad que no respirara. No tiene un recuerdo nítido de su cara ahora, pero la fotografía que sostiene en sus manos, una fotografía de la ecografía 3D le hace evocar ese momento. En esa fotografía Olivia sonreía. Era feliz, de eso no tiene duda, pero no puede evitar que unas lágrimas mudas recorran sus mejillas ahora. Suspira y aprieta ese recuerdo contra su pecho, el mismo pecho que no pudo sostener a su hija y que aún hoy se encoje y arrepiente de no haberla abrazado. Dos años después simplemente acepta que el miedo, el shock y el cansancio no le dejaron ir más allá y ya no se culpa, se arrepiente, sí, mucho, pero ya no hay culpa. Nadie nos prepara para dar a luz a un bebé muerto, es antinatural. Algo se rompió para siempre en su corazón y pasado el tiempo puede decir que ha aprendido a caminar por la vida con esa cicatriz. Sonríe, vive, viaja, comparte la vida con la gente que quiere y aunque aún duele, puede mirar al futuro con esperanza. Atrás quedaron los sueños de bebés sin cara, en los que se despertaba empapada de sudor justo cuando le van a poner a Olivia en sus brazos. Ahora suspira porque no sabe cuándo podrá darle un hermanito. Sueña con sí misma embarazada, pero de un nuevo ser. Olivia ya se ha ido y nadie la podrá sustituir, siempre será la primera y aunque sabe que es madre, necesita sentir físicamente que lo es de nuevo.

Ha pasado el tiempo y ha superado momentos duros, como enfrentarse a la soledad de volver a casa sin su bebé y guardar su ropita en cajas, no poder mirarse en el espejo sin su tripa, evitar la subida de la leche, llorar cada vez que pasaba por delante de su habitación u oír frases de consuelo tremendamente desafortunadas, pero dichas con la mejor intención. Darse cuenta de que hay personas que no te consideran madre es difícil, pero lo entiende. Ella quería hablar de su hija, pero es incómodo para algunos de sus amigos. No todos pueden acompañarte en este viaje, pero no se les quiere menos. Sus valores cambiaron. Simplemente ella cambió y es complicado de encajar en el mismo mundo. El duelo es un proceso tremendamente íntimo, tras el shock viene la negación, la pena más profunda, la frustración, el enfado y poco a poco se va aceptando la nueva realidad. Y aunque aún hoy llora de vez en cuando, hubo un momento en todo ese proceso en que decidió que quería quedarse con las cosas buenas que experimentó mientras Olivia estaba dentro de ella. Ahora recuerda ese sentimiento de plenitud, felicidad, paz, tranquilidad, esperanza, amor a manos llenas y sonríe. Su hija le enseñó a tomarse las cosas más pausada, a escuchar su cuerpo, a vivir el presente. Toma su cuaderno de sensaciones y lee lo que escribió unos meses después de morir su hija: “Olivia me ha enseñado a amar incondicionalmente, a escuchar mi cuerpo, a vivir cada día. Y eso voy a hacer, voy a vivir la vida y voy a luchar por volver a ser feliz, porque mientras yo esté en este mundo, mi hija también estará, porque yo la recordaré y aunque ahora no me salga y el llanto enturbie mi mirada, quiero recordarla con una sonrisa, porque ella, en una ecografía nos dedicó una sonrisa y así me gustaría que me viera, sonriendo y mirando a la vida de frente, sin miedo y con esperanza, con esa esperanza y esa ilusión que me embargaba cuando aún estaba dentro de mi cuerpo”. Leyendo esas palabras ahora, sinceramente cree que la vida te da la oportunidad de vivirla o dejarla pasar. Tras meses de llorar cada día, un llanto que duele pero a la vez va sanando la herida, se da cuenta de que aunque ya nada tiene el mismo significado, es ella quien decide cómo quiere recorrer el camino.

El sol se está poniendo, poco a poco las luces de la ciudad se encenderán, es hora de levantarse y recoger. Tiene que tomar el tren a Brno, una ciudad al este de la República Checa donde ahora reside. Cómo llegó sola allí es otra historia, quizá para otro cuento, pero esa ciudad que la vio llorar desconsolada durante interminables horas, la mira ahora caminar con paso firme, la cabeza alta, la mirada en el futuro pero viviendo el presente. Ha sido duro, pero el camino le ha enseñado muchas cosas y aún le quedan muchas por aprender. Ya no es la misma, es una reinvención (mejor, si me lo permitís) de lo que era. Lo ha hecho por ella, pero también por su familia y amigos, por esas personas que lloraron al verla sufrir. Pero sobre todo lo ha hecho por Olivia, por su hija, por su dulce morenita, por su recuerdo. En su funeral, lleno de flores amarillas y mariposas blancas, le prometió en silencio que algún día sonreiría al decir su nombre y hoy puede hacerlo. Lo ha conseguido, sonríe al pensar en su morenita.

Historias de Amor es un libro que recoge el testimonio de 29 familias. Contados en primera persona, estas historias son escritas en honor a sus hijas y hijos y con el fin de ayudar a las familias que por desgracia pasarán por una pérdida durante o después del embarazo. El libro se puede conseguir escribiendo a info@umamanita.es y haciendo un donativo de un mínimo de 16,50€.


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Muerte y Duelo Perinatal (MDP) está publicada por Umamanita, una Asociación sin ánimo de lucro

ISSN: 2530-9390